Rememoramos al poeta y su obra a cien años de su primera publicación en 1920

GUSTAVO ALVIAL, seudónimo de Luis Antonio Rojas Olivares (Antofagasta, 1895 - Santiago, 1977).
De profesión Contador Auditor, se desempeñó como tal en el norte del país. Cultivó el espíritu con valiosas lecturas de escritores clásicos y contemporáneos, llegando a conformar una nutrida biblioteca personal.
Años después, se trasladó con su esposa, Thala Cortés Álvarez a Santiago, fijando su domicilio en la comuna de Quinta Normal.
Gustavo Alvial escribió textos poéticos que dio a conocer en obras publicadas mayormente en su ciudad de origen:
1920: Las voces en la sombra (Antofagasta, Imprenta Chile)
1925: Sinfonía de los jardines (Antofagasta, Imprenta Barcelona)
1926: Olalaí y sus películas (Antofagasta, Imprenta Barcelona)
1931: Puerto del norte (inédito)
Numerosos críticos literarios de la época se refirieron favorablemente a sus escritos, en algunos de dichos comentarios están a nuestro alcance y los damos a conocer en este blog. LES INVITAMOS A CONOCER Y PROFUNDIZAR EN LA VIDA Y CREACIÓN LITERARIA DE GUSTAVO ALVIAL, UN POETA DEL SIGLO XX.
Estimados lectores, pueden escribir comentarios al final de cada publicación. Además, escribir a los correos poetagustavoalvial@gmail.com
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Muchas gracias. Familiares de Luis Rojas Olivares.

sábado, 8 de marzo de 2014

La poesía en el norte de Chile - Gustavo Alvial y otros

Gustavo Alvial con sus libros “Muecas en la Sombra”(debe decir "Voces en la Sombra"), “Sinfonía de los Jardines” y “Olalaí y sus Películas”. Alvial guarda los originales de una poesía en torno a la pampa que sería hermoso que los entregara a la publicidad, porque son la historia en verso del caliche y su sangre: es “Puerto del Norte”

CRÍTICA APARECIDA EN EL MERCURIO EL DÍA 1942-10-04. AUTOR: ANDRÉS SABELLA

El centralismo no solo ha perjudicado a Chile en sus aspectos materiales. También echó sus prejuicios en el espíritu. Toda la actividad intelectual chilena converge [en] Santiago, despojando a las provincias de vibración y de posibilidades creadoras. Es imposible permanecer artista o escritor en una provincia: llega la terrible asfixia que acaba con el brote y la esperanza. Cuando se piensa en el panorama cultural de las provincias, mueve la desolación sus grises repetidos. Naturalmente, hay héroes del alma que se sobreponen al medio y al desprecio y levantan su obra, sangre a sueño, desgarrados y altivos. Pero, ¿es suficiente para el total de Chile? No, desde luego. Necesitamos armonizar a Chile en sus expresiones. Hacerlo un cántico, es decir, alzarlo como unidad. Vivimos “en” y “de” Santiago, ignorando el latido pujante del norte, o la dramática espada magallánica.

Para el crítico de arte la provincia es una alusión ingrata. ¿Quién se ha preocupado de buscar los caminos artísticos y literarios de una zona determinada, recogiendo sus obras y sus temperaturas, los documentos y la medida interna de cualquiera de nuestro largo mapa? Confieso no divisar el par. Se conoce de provincias a los artistas y escritores que emigran al resplandor santiaguino y empiezan y terminan su labor “como” partes de la Capital. Mas, nadie tiende sus miradas a los que deben permanecer atados a la ciudad de aquí o de allá, luchando contra la pesadísima atmósfera provinciana, contra la ninguna comunicación con los escritores de alcurnia, contra la orfandad de contactos ilustres, contra la ausencia del huésped que pone una gota de mundo en el ojo del soñador, que es señalado con el dedo burlón por la calle principal del pueblo, donde viene a ser algo así como un apóstol de sí mismo…

Los escritores nacidos en provincias han entendido que su salvación, como tales, estaba en la fuga. Se hace dificilísimo imponer la latitud de nuestro corazón, por dilatada y rica que sea, de la trinchera lejana del terruño. Sucederá una vez. O dos. Pero, la verdad es que en países como el nuestro, en que la vida espiritual se concentra en veinte metros clásicos de Santiago, no es frecuente el caso del escritor provinciano que, sin soltar anclas, llega a todos los puertos… Creo que la falta de entendimiento en que vivimos nos ha perjudicado enormemente, impidiendo la formación del verdadero rostro espiritual chileno: Santiago da la medida del mar y la montaña. Se escriben la tragedia y el goce nacionales desde un escritorio de la Capital. Debido a la escasez de estímulos, los temperamentos que, a sus provincias respectivas, pudieran trazarnos, con tinta inmediata y certera, el problema del alma y de la tierra en que radican, se anulan, vegetan y mueren. Yo recuerdo cuánto peleamos los dos o tres muchachos de Antofagasta que nos atrevimos a publicar libros en aquella ciudad. El adjetivo menos corrosivo que se nos pintó fue el de ¡locos!, jerarquía, por felicidad, universalmente aceptada por los poetas como bandera de profesión. Y realmente es locura hablar de Baudelaire o de Picasso en la provincia, cuando la cesantía asoma sus garras y las vacas no dan leche… ¿Qué le importa a nadie el problema del subconsciente, si sus intereses no son de orden más elevados. ¡No se ha enseñado en provincias otra música que la del dinero…! Ni se escriben ya cartas de amor… Alguna mano rezagada y bendita acaso las escriba todavía… No se dijo a la provincia que éramos cuerpo y alma. Y huérfanas de altura, se pierden en un tiempo negro, material, pequeño. Pienso que si Chile no ha rendido el ciento por uno (teniendo un coeficiente de espíritu grande por sus magníficas esencias y no por el cultivo inteligente de las mismas) en cuestiones de alma, se debe a la muralla china en que crece Santiago, ciego, sordo y mudo para los hombres que lejos del dómine y el crítico, pintan o cantan.

Y como resultado natural, la producción provinciana es débil. De este modo, al recibir un libro de anónimo admirador, el crítico exclama, con triste razón:

-Es un señor que escribe en… cita una ciudad perdida y sigue en la ronda de “los elegidos”. La provincia nos dará más perspectiva. Es preciso comenzar a palpar a Chile en todos sus miembros. Si en Perú se extiende un fuerte sentido nacional se debe, sin duda, entre otros factores, al desarrollo cultural independiente en que marchan sus provincias: no se nutren del clisé oficial, no están atadas a Lima: Arequipa da su literatura; en Puno se asienta una poesía de raza. En nuestro país no podemos decir lo mismo. Magallanes podría ser una excepción. Se ha fundado una “literatura magallánica”. Primer y bello fruto que debemos repartir.

El escritor de provincias, por estas razones y otras, no logra realizarse plenamente. Se nota, cuando se lo lee, de inmediato, “el olor a la provincia”. Y no “el olor de su provincia”. La provincia deviene, de esta manera, en una tara. Y no debe serlo.

El norte permanece virgen para nuestra literatura. Fuera del intento novelístico de Baldomero Lillo y de las crónicas, más o menos encuadradas al cuento, de Víctor Domingo Silva; de un cuento y un poema de Carlos Pezoa Véliz y de las esporádicas tentativas de algún escritor, nada nos conmueve de su soledad. No es este artículo el que decidirá el pro y el contra de “la literatura del salitre”. Lo procuraremos en próximo. O en próximos. Pero es urgentísimo insistir en las canteras colosales que están entregadas al sol y al silencio en aquellas tierras de bravura y de muerte. Las salitreras se amustian en una larga espera de arte. La vieja pampa es una epopeya sin loor. Chile es el salitre. Y si medimos las cosas con este criterio, el escritor que junta en libro la vida y la pasión del caliche, será, por derecho, el escritor de Chile. Y más allá de América, puesto que el salitre es don que únicamente para nuestro destino se prodiga.

En [189?], un viaje hizo escritor, mejor dicho poeta, a don Clodomiro Castro, al comprobar el acento de hombredad [sic] que emergía de la pampa. Escribió un poema en cinco cantos, intitulado “Las Pampas Salitreras”. Espero referirme a él con detención en venidera crónica. Es no solo cronológicamente, sino que en toda forma, el primer poeta del desierto chileno.

Y en salto gigantesco, hallamos hoy, en un libro recién aparecido, a los actuales poetas de la pampa. El libro se llama “Inauguración de la Tierra” y fue escrito por Manuel Durán Díaz, en Antofagasta, y publicado por la comprensión de un Comité de Cultura Municipal que anima el fervor y la juventud de un Alcalde que no traiciona el postulado social, que durante 18 años, practicó don Maximiliano Poblete, el “Alcalde Modelo”.

Antes, en 1934, Manuel Sánchez Aliste, con ocasión de la Primera Semana Antofagastina, publicó un folleto de semblanzas de intelectuales de Antofagasta. El esfuerzo de Durán Díaz es más ágil y la selección más amplia.
No es prudente referirse a los poetas que presenta Durán Díaz, sin antes aludir, aunque sea de paso, a los que les anteceden: Salvador Reyes, nacido en Taltal, firma sus primeras estrofas en Antofagasta, donde su abuelo tiene una calle, su abuelo explorador e industrial; con Mario Bonat y Cayetano Gutiérrez Valencia. Zaydel editó la revista inefable de los poetas: la hoja azul con que se hace el volantín del sueño. 
Le siguen: Gustavo Alvial con sus libros “Muecas ("Voces") en la Sombra”, “Sinfonía de los Jardines” y “Olalaí y sus Películas”. Alvial guarda los originales de una poesía en torno a la pampa que sería hermoso que los entregara a la publicidad, porque son la historia en verso del caliche y su sangre: es “Puerto del Norte”; y Augusto Iglesias (Julio Talanto), que emociona con los sonetos de sus “Plegarias de la carne: audacia, sonido” y Neftalí Agrella, de cultura y sensibilidad modernas.

En 1929, florecen numerosos poetas que junté en derredor de mi hoja de poemas lanzada desde un avión: “Carcaj”. Estaban conmigo. Eduardo Ventura López, poeta y pintor, autor de “Perfil Absurdo” (1931), libro claro; Fredes Rodríguez; Norberto Hewitt; Orlando Cáceres Allendes; Rodó Vidal; Roberto Almaraz; Julio Iglesias, el poeta de “Gurumas” (1931) y de las crónicas de “Andenes” (1942); el fino y malogrado Jenaro Vidal (pseudónimo del maestro Olmedo Bascuñán); Arcadio Méndez Vera, que regaló a Pablo Garrido los originales de un libro que pudo ser una pequeña luz de gozo; el Presbítero Luis Urzúa; Juan Abud, fecundo y silenciado; los hermanos Erazo Armas; el doctor Antonio Morris, gran amigo de Rojas Jiménez. En Chuquicamata, se enternecía la lírica menor de Dinka Ilic; y en Iquique, un profesor primario, Céspedes Cerda, pulía las noches con su canto.
De tránsito en Antofagasta nos enseñó bastante la cordialidad de Alberto Mauret Caamaño. Y el poeta Eusebio Ibar, promesa de “Selva Lírica”, con Benjamín Mellado, trazó nuevas rutas al ensueño. Pasaron más… Tantos…

Para final quede la poesía de Atilio Macchiavello Varas, en “Sonetos de la Inquietud Distante” y “Albas de Medianoche”, libros que certifican una frente viva, inquieta de planos renovados, y que ahora se entrega íntegra a la ciencia. Macchiavello cantó a la pampa en estrofas sonoras y de luminosa construcción.

Y diseñado lo que había, entremos en lo que hay y que nos brinda la obra de Durán Díaz, Raúl Huerta Palma, Raquel Gutiérrez, Nicolás Ferraro, Arturo Ramírez, Danilo Tacussis, y el propio antologuista. En todos domina el color vagabundo de la ola y la forma es libre. Gente de veinte años.

Huerta murió en Santiago el año pasado, soñando el libro: ternura y caminos se plasmaban en su poesía de imagen clara: “Los relámpagos blandían sus cuchillos, empecinados en tajar la niebla”. Raquel Gutiérrez posee el valor de la depuración; es leve y límpida, distinta a las poetisas que se derraman y lloran; su vena amorosa se vierte en pequeñas composiciones de corazón de agua; en 1939, dirigió un mensuario de arte (“Pulso”). Nicolás Ferraro, estudiante del Pedagógico, va de la lucha social al poema de entronque surrealista; se nota el visitante de cenáculos literarios que sabe aprovechar lo medular; su poema “Viento en Pampa Unión” es una muestra de aquellos villorrios que el desierto rodea como un animal peligroso. Arturo Ramírez es el más intenso en la fosforescencia de su lírica no exenta de fábulas y de voces interiores. Danilo Tacussis se inicia con el corazón por plectro. Y Durán Díaz, se pulimenta en un esfuerzo de color; sus poemas están aún recargados de elementos, como su prosa entusiasta, pero con margen para la más cierta venida del poeta:

“El minero alza en la pampa sus ojos amarillos”.


El libro de Durán rompe el silencio y el desconocimiento que nos distancia de este mundo tan rico en sugestiones. Si de las zonas vitales nos llegaran continuamente obras como esta, la faz chilena estaría en vías de su gran suma, por el conducto de las cifras parciales. Y por ello es que les insinuamos a los poetas de nuestro norte desdeñado, a pesar de sus caudales, que investiguen el alma de su tierra; el pecado estaría en que no tocasen la honda materia de arte que la pampa les ofrece. Ellos han nacido con las manos del artífice: ¡que labren de su propio recinto de abandono el numeral del salitre! Necesitamos libros como este. Y en estos libros, el corazón de las provincias chilenas, para que el de la Patria sea más verídico y más ancho, más potente y más nuestro!
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